MARTÍN GIRARD - Página en blanco
No suscribo la prepotencia aznariana de un entrenador al que se le ha subido a la cabeza alguna copa de más
Que nadie se llame a engaño. Estos artículos deportivos son, ante todo, un divertimento literario. Eso sí, estrictamente veraces en anécdotas y datos. Pero no obedecen a ninguna animadversión personal hacia ningún club en concreto. Aunque el supuesto Club en concreto pudiera representar, en estos momentos, un concepto del fútbol que no comparto.
Añoro los tiempos de Di Stéfano a Zidane, pasando por Netzer y Velázquez. Siempre he apreciado la inteligencia de Valdano, fuera y dentro del campo. Respeto el talento empresarial de Florentino y su sentido del espectáculo, aunque nunca le perdonaré la fantasmal urbanización que ha promocionado con la efigie de Roberto Carlos en los aledaños del pueblecito asturiano donde tengo una casa al pie de la montaña. Admiro al Real Madrid de las nueve Copas y media. Pero, ustedes perdonen, no suscribo ni borracho la prepotencia aznariana de un entrenador al que se le ha subido a la cabeza, antes de tiempo, alguna copa de más. Me encantan las vibrantes galopadas de Cristiano y esos goles que hacen buena cualquier táctica mala ante otra peor. Pero resulta de dudoso gusto que, en un enésimo alarde de su privilegiado estatus, se dirija a un colega del equipo contrario para inquirirle despectivamente: "¿Y tú quién eres y cuánto ganas?" o algo por el estilo, si de estilo se trata. Me encanta la finura del fideo Di María, valga la redundancia, y la sutil destreza de Özil, valga lo que valga. Pero prefiero olvidar las frases denigrantes que, según Marca, dedicaron a jugadores del Levante U. D. Por lo demás, brindo por que el Barça y el Real Madrid puedan entrechocar copas a final de temporada y deseo a ambos una feliz resaca.
Apenas dicho esto, se me apareció el diablo. Bueno, en realidad, no fue una aparición. Llamó a la puerta y le abrí. Era tal y como lo imaginamos. Con una o dos diferencias. De las pezuñas a los cuernos, vestía de blanco y, enrollado en papel celofán, traía algo bajo el rabo. Aunque no era Rouco, supuse que venía a comprarme el alma. Pero, iluso de mí, hoy en día el alma no vale ni medio ladrillo. Lo que pretendía era venderme una camiseta. Para colmo, lo enviaba Adolfo García. Un querido amigo que, como mis nietos y Rubalcaba, es adicto adepto del Real Madrid. En vista de lo cual, lo recibí cortésmente. Se arrepanchigó en mi sillón y, poniendo la pata de cabra en la mesa, me dijo: "Adolfo dice que has dicho que el gol fantasma de Sevilla no fue fantasma porque el balón pasó de la raya, pero el que se está pasando de la raya eres tú, digo yo". Viniendo del diablo y de un amigo, lo asumí. "Y también dice que dijiste", prosiguió inquisitivo, "que el gol de Negredo en el Bernabéu no era fuera de juego y que, en el pasado encuentro contra el Valencia, la expulsión de Albelda, por mano inexistente, resultó una providencial manita arbitral para abrirle pasillo a Cristiano Ronaldo y propiciar que obtuviera en dos correrías tres agónicos puntos más. ¿Es eso verdad?".
Tan puntillosas y desfasadas apreciaciones me hicieron suponer que el diablo había sido asesorado por Megía Dávila, el árbitro chivato que, partido a partido y a modo de admonitoria advertencia, recaba y delata los 13 presuntos errores de sus presuntos colegas para que, por diabólica intercesión, no se vuelvan a repetir. Lo agarré por el rabo y lo puse de patas en la calle. La camiseta que pretendía venderme sin factura era una ganga comparada con los trajes de Camps, pero nunca he tenido vocación de hombre anuncio ni de lo otro. No soy de ningún equipo por el color de una camiseta y, menos aún, por el logo de una marca comercial. Y, en lo que a mi hipotético antimadridismo respecta, tendrá cura cuando Mourinho logre imponer un sistema de juego, por cambiante o flexible que sea, y ello conlleve un estilo de comportamiento, aunque él lo considere innecesario. Cabría también recordarle que el cansancio físico y mental de los jugadores es precisamente de la incumbencia del entrenador, como la propia denominación del cargo indica. No es lícito ni elegante echar la culpa a quienes, a sus órdenes, están sometidos a una presión desquiciante.
Sinceramente, y para tranquilidad de todos, deseo que llegue el día en el que Mourinho se despierte, de la noche a la mañana, campeón del mundo y marqués.
Añoro los tiempos de Di Stéfano a Zidane, pasando por Netzer y Velázquez. Siempre he apreciado la inteligencia de Valdano, fuera y dentro del campo. Respeto el talento empresarial de Florentino y su sentido del espectáculo, aunque nunca le perdonaré la fantasmal urbanización que ha promocionado con la efigie de Roberto Carlos en los aledaños del pueblecito asturiano donde tengo una casa al pie de la montaña. Admiro al Real Madrid de las nueve Copas y media. Pero, ustedes perdonen, no suscribo ni borracho la prepotencia aznariana de un entrenador al que se le ha subido a la cabeza, antes de tiempo, alguna copa de más. Me encantan las vibrantes galopadas de Cristiano y esos goles que hacen buena cualquier táctica mala ante otra peor. Pero resulta de dudoso gusto que, en un enésimo alarde de su privilegiado estatus, se dirija a un colega del equipo contrario para inquirirle despectivamente: "¿Y tú quién eres y cuánto ganas?" o algo por el estilo, si de estilo se trata. Me encanta la finura del fideo Di María, valga la redundancia, y la sutil destreza de Özil, valga lo que valga. Pero prefiero olvidar las frases denigrantes que, según Marca, dedicaron a jugadores del Levante U. D. Por lo demás, brindo por que el Barça y el Real Madrid puedan entrechocar copas a final de temporada y deseo a ambos una feliz resaca.
Apenas dicho esto, se me apareció el diablo. Bueno, en realidad, no fue una aparición. Llamó a la puerta y le abrí. Era tal y como lo imaginamos. Con una o dos diferencias. De las pezuñas a los cuernos, vestía de blanco y, enrollado en papel celofán, traía algo bajo el rabo. Aunque no era Rouco, supuse que venía a comprarme el alma. Pero, iluso de mí, hoy en día el alma no vale ni medio ladrillo. Lo que pretendía era venderme una camiseta. Para colmo, lo enviaba Adolfo García. Un querido amigo que, como mis nietos y Rubalcaba, es adicto adepto del Real Madrid. En vista de lo cual, lo recibí cortésmente. Se arrepanchigó en mi sillón y, poniendo la pata de cabra en la mesa, me dijo: "Adolfo dice que has dicho que el gol fantasma de Sevilla no fue fantasma porque el balón pasó de la raya, pero el que se está pasando de la raya eres tú, digo yo". Viniendo del diablo y de un amigo, lo asumí. "Y también dice que dijiste", prosiguió inquisitivo, "que el gol de Negredo en el Bernabéu no era fuera de juego y que, en el pasado encuentro contra el Valencia, la expulsión de Albelda, por mano inexistente, resultó una providencial manita arbitral para abrirle pasillo a Cristiano Ronaldo y propiciar que obtuviera en dos correrías tres agónicos puntos más. ¿Es eso verdad?".
Tan puntillosas y desfasadas apreciaciones me hicieron suponer que el diablo había sido asesorado por Megía Dávila, el árbitro chivato que, partido a partido y a modo de admonitoria advertencia, recaba y delata los 13 presuntos errores de sus presuntos colegas para que, por diabólica intercesión, no se vuelvan a repetir. Lo agarré por el rabo y lo puse de patas en la calle. La camiseta que pretendía venderme sin factura era una ganga comparada con los trajes de Camps, pero nunca he tenido vocación de hombre anuncio ni de lo otro. No soy de ningún equipo por el color de una camiseta y, menos aún, por el logo de una marca comercial. Y, en lo que a mi hipotético antimadridismo respecta, tendrá cura cuando Mourinho logre imponer un sistema de juego, por cambiante o flexible que sea, y ello conlleve un estilo de comportamiento, aunque él lo considere innecesario. Cabría también recordarle que el cansancio físico y mental de los jugadores es precisamente de la incumbencia del entrenador, como la propia denominación del cargo indica. No es lícito ni elegante echar la culpa a quienes, a sus órdenes, están sometidos a una presión desquiciante.
Sinceramente, y para tranquilidad de todos, deseo que llegue el día en el que Mourinho se despierte, de la noche a la mañana, campeón del mundo y marqués.
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